KUMIKO FUJIMURA, LA MIRADA DE ORIENTE

| Alicia Sánchez Beguería

Desde muy pequeña supo que quería dedicarse al arte. Kumiko Fujimura nació en Osaka, la tercera ciudad de Japón, hace cincuenta y ocho años. En esa época la economía nipona comenzaba a remontar tras una acentuada escasez de alimentos, una gran inflación y el clima de destrucción generalizado que dejó tras de sí la Segunda Guerra Mundial. Eran tiempos difíciles y Kumiko recuerda su infancia con una tímida sonrisa a pesar de que, como todas las historias, ésta también tuvo sus luces. Su madre era ama de casa y su padre trabajaba en un banco. “Él siempre estaba fuera, trabajando, salía por la mañana pronto y hasta las ocho o las nueve no volvía a casa y a esas horas, cuando era pequeña, ya estaba en la cama, entonces había algunos días en los que no lo veía”, evoca Kumiko.

Fujimura pasaba el día pintando y fantaseando con la idea de convertirse en artista. “Cuando tenía seis años hicimos una máscara en clase”, recuerda. “Cada uno hacía su máscara con cartón y cosas típicas. La mía había sido seleccionada y estaba puesta en la pared con seis o siete más, y una vez vino un periódico para hacernos fotos con ellas. Y yo llegué a casa diciendo: “¡Qué bien, van a sacar mi máscara!”, en casa teníamos mucha ilusión por que saliese en el periódico y cuando lo compramos resultó que mi máscara salía muy pequeñita, casi no se veía”, rememora la artista. 

Al cumplir trece años y empezar la secundaria, ella y su familia se trasladaron a Nara, una localidad situada a 40 km de su urbe natal. Nara era una ciudad histórica que constituyó la capital del Japón medieval hace 1.300 años. A Kumiko le gustó especialmente esa ciudad “llena de templos, ruinas y tumbas de antiguos emperadores”, y cree que quizás allí es donde se desarrolló su verdadera vocación como pintora. A los dieciséis años se apuntó al club de pintura de la escuela y compró su primer estuche de colores al óleo, una técnica que, dice, “era considerada como algo exótico” dentro del país nipón.

– ¿Recuerda su primer cuadro?
Sí, sí, por supuesto, lo recuerdo perfectamente (ríe). Lo pinté con dieciséis o diecisiete años y era un bodegón al óleo con una mesa, naranjas… y muchos colores.

Sin embargo, al cumplir los dieciocho, un golpe de cordura azotó sus aspiraciones artísticas. “En vez de estudiar Bellas Artes, me fui a otro lado que no tenía nada que ver con eso porque pensaba que no podría vivir de la pintura, fui un poco más prudente, pero siempre estaba pintando”.

– ¿Y entonces a qué se dedicó?
 Estudié Química Alimenticia y trabajé en un laboratorio de cosméticos, no tenía nada que ver, pero me gustaba mucho porque mezclaba cosas, cambiaban de color… me recordaba un poco a la pintura.

Pese a ello, Kumiko no cesó en su empeño de convertirse en artista y esa llamada de la necesidad la impulsó a dejar su trabajo dos años y medio más tarde y a trasladarse a España, “un país del que siempre había tenido muy buena imagen” para continuar con su formación artística y mejorar el idioma.

Era una gran admiradora de la pintura del siglo XX español y especialmente de los estilos de Picasso y Dalí, y en 1990 comenzó a estudiar Bellas Artes en la Universidad Complutense de Madrid. “Cuando llegué me sorprendió todo: el tamaño de las mesas, la forma de vestir, la cantidad de azúcar que le echáis al café…” detalla. Además, “al principio sufrí mucho con el idioma, me costó mucho. Tardé un año o año y medio hasta que me enteré un poco de qué hablaban en una conversación normal”, añade.

– ¿Y le costó adaptarse a la gastronomía española?

 La verdad es que no. Al principio vivía con una señora mayor y la comida era cien por cien española, me gustó todo, pero mi madre me mandaba un paquete cada dos meses o así lleno de comida japonesa, porque antes era muy difícil encontrarla. En ese sentido España ha mejorado mucho, hay más restaurantes y la comida japonesa se ha hecho algo normal, puedes encontrar fácilmente ramen y cosas así. Antes no había nada.

Aunque sus padres apoyaron su decisión, Fujimura pensaba regresar a su país una vez que acabase los estudios artísticos, ya que su ahorro era “solo para tres años”. Pero esta vez el amor fue el que la hizo cambiar de opinión. Él era un arquitecto madrileño, “alto y muy guapo”, relata. A los 30 años ya estaba casada y cinco años más tarde ambos viajaron a Japón. Allí dio a luz a su única hija, Sayuri María. Cuando Sayuri cumplió los tres años regresaron a España, concretamente a Zaragoza, donde habían destinado a su marido como arquitecto militar. “Yo entonces trabajaba mandando diseños a una empresa de bordados de Japón, y creo que fue una de las épocas más bonitas de mi vida”, asegura.

Pero las ausencias también constituyeron una parte muy importante de su existencia, la moldearon como persona, cambiaron su forma de ser y, sobre todo, le enseñaron el valor cada minuto de la vida. La pérdida más grande a la que tuvo que hacer frente fue la de su marido, que murió en 2005. “Si pudiera volver a ese momento, o un poquito antes, me gustaría decirle que fuera más prudente, porque murió de una enfermedad y siempre se podría haber cuidado mejor, pero es imposible ya…”, dice mientras acaricia la alianza de oro que aún conserva en el dedo anular y sus ojos, súbitamente, se vuelven aún más negros.

– ¿Y cómo se afronta la muerte en Japón?
Nosotros cuando mueren las personas pensamos que van a hacer un viaje eterno, la muerte no significa final, es el comienzo de la siguiente vida y cuando muere una persona budista se le cambia el nombre. Por ejemplo, yo soy Kumiko Fujimura pero en el momento en el que muera ya no seré Kumiko Fujimura, sino que tendré otro nombre que me pondrá el monje budista. El nombre es como un pase para vivir eternamente. Además, después de la muerte hay varias ceremonias cuando pasa un mes, tres meses, seis meses, un año, tres años, siete años, trece años…

– ¿Cuál es la diferencia principal entre el budismo y el cristianismo?
El budismo no habla de los pecados, sino de algo más íntimo como tú mismo, eres tú el que no va a molestar a nadie… no decimos: “Dios dice no hagas eso, o no hagas lo otro que es pecado”. En Japón no hay pecados como tal, el budismo es encontrarte a ti mismo. Es diferente, nos preocupamos más de nosotros mismos que de los demás… No es por Dios sino que es por ti mismo.

En definitiva, Kumiko se vio obligada a aceptar el cambio y la adaptación como algo natural en casi todos los aspectos de su vida, incluida su pintura, que fue perdiendo colores y simplificando las formas. “Creo que ahora respeto más la estética japonesa, sobre todo, el espacio y la delicadeza. La composición es diferente a la de aquí. En Occidente se llena el espacio y todo son simbolismos, pero en Japón no llenamos el espacio, dejamos mucho espacio libre.” explica con voz ligeramente atiplada y su característico tono pausado y risueño. Habla un español fluido aunque con frecuencia omite los artículos y a veces no encuentra las palabras adecuadas para todo aquello que quiere expresar.

Fujimura no ha dejado de crecer como artista, ha realizado exposiciones en países como Francia, Italia o México, pero desde hace doce años, las labores de la Asociación Aragón-Japón son las que ocupan la mayor parte de su tiempo. En 2004, Kumiko se convirtió en la presidenta de esta asociación que tiene como objetivo fomentar la cultura nipona a través de cursos, charlas y jornadas.

– ¿Cómo llegó a ocupar ese cargo?
Bueno, al principio éramos ocho personas, dos de ellas japonesas, yo y otra chica y los demás eran españoles. La otra chica en ese momento estaba fuera de España y los demás me decían: “Kumiko tú vas a ser presidenta porque eres japonesa y pareces más auténtica” (risas), y yo pensaba que estaría uno o dos años y cambiaríamos, pero no, desde entonces siempre he estado de presidenta y estoy muy contenta.

Actualmente Kumiko vive sola, su hija cursó Restauración y Patrimonio en Madrid y este año se encuentra en Japón ampliando sus estudios. “Tengo que aceptar el futuro de mi hija igual que mis padres aceptaron el mío”, asevera. “No me siento sola, mi rutina es muy irregular, no salgo a las 8 de la mañana y vuelvo a la hora de comer, no. Cada día es diferente, me levanto sobre las 8.30, no muy pronto, desayuno y por ejemplo los fines de semana tengo cursos y otros días me dedico a pintar y a hacer reuniones -porque si hacemos algún evento o alguna exposición hay muchas reuniones- y también hago cosas en casa”, añade.

– ¿Ahora mismo entonces cuál sería su objetivo en la vida?
Pues mi objetivo de vida, como ya mi niña está mayor, lo que quiero es moverme más libremente aparte de mi trabajo, y también quiero disfrutar viajando, quiero viajar a muchos países. Antes iba de España a Japón y de Japón a España, ahora cada año intento ir a otros sitios y hacer otras cosas. Nada más.

– ¿Y piensa regresar a Japón?
Sí, por supuesto, cuando sea un poco más mayor y ya no quiera viajar más me quedaré en Japón.

Kumiko Fujimura se dedica a vivir cada momento, soportando el peso del pasado pero sin dejarse dominar por él, avanzando con paso firme y haciéndose más fuerte con cada dificultad que le ofrece la vida, algo que, según dice, forma parte de manera innata del carácter nipón.

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